sábado, 29 de enero de 2011

Carta del arzobispo de Valencia a un emigrante para meditarla juntos

Mons. D. Carlos Osoro, arzobispo de Valencia

Deseo compartir contigo algo que sabes de memoria y que vives en tu propia carne: la emigración, en nuestro mundo actual, se ha convertido en un fenómeno global. Cuando has salido de tu patria, no solamente has visto cómo contigo salían muchos más sino que, al llegar al país que te acogía, te has encontrado con muchos más procedentes de otros lugares. En este fenómeno, ciertamente, están implicadas todas las naciones: unas, porque de ellas salen muchos hombres y mujeres a otros países, y otras, porque los reciben. La emigración afecta a millones de seres humanos y siempre nos plantea desafíos nuevos. A los cristianos nos tiene que hacer más sensibles y recordar que el mismo Señor fue un emigrante desde el inicio de su vida entre nosotros en esta tierra, cuando tuvo que huir a Egipto.

Cuando te escribo esta carta, estoy pensando en toda tu familia y en todos los emigrantes. Lo hago para que todos nos sensibilicemos y, también, para sensibilizar a toda la sociedad. La emigración es un fenómeno de tanta trascendencia que nos alienta a cambiar comportamientos en nuestra vida y hacer de este mundo una verdadera familia en la que todos se encuentren como hermanos. A nadie en esta tierra, que es de todos, lo podemos situar como extraño y falto de derechos.

Como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI en su mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, esta ocasión “brinda a la Iglesia la oportunidad de orar para que los corazones se abran a la acogida cristiana y de trabajar para que crezca en el mundo la justicia y la caridad, columnas para la construcción de una paz auténtica y duradera. ‘Como yo os he amado, que también os améis unos a otros’ (Jn 13, 34) es la invitación que el Señor nos dirige con fuerza y nos renueva constantemente: si el Padre nos llama a ser hijos amados en su Hijo predilecto, nos llama también a reconocernos todos como hermanos en Cristo”.

Es verdad lo que me decías en la conversación que teníamos hace muy poco tiempo, que entre las personas a las que afecta el problema de la emigración se encuentran muchas veces los más vulnerables: los emigrantes indocumentados, los refugiados, los que buscan asilo, los desplazados a causa de continuos conflictos violentos en muchas partes de la tierra y las víctimas del terrible crimen del tráfico humano. Pero, sean quienes fueren, te aseguro que en la comunidad católica tienes una familia. Como muy bien sabes, y de alguna manera en tu vida lo has experimentado, la participación en la comunidad católica no viene determinada por la nacionalidad o por el origen social o étnico, sino fundamentalmente por la fe en Jesucristo y por el bautismo en nombre de la Santísima Trinidad. Además, la Iglesia nunca cierra las puertas a nadie, pues sabe muy bien, porque así se lo enseño Jesucristo, que todos somos hermanos.

¡Qué fuerza tiene el contemplar el carácter cosmopolita del Pueblo de Dios! Se hace visible en cualquier comunidad cristiana porque la emigración ha transformado, incluso, comunidades pequeñas y a veces aisladas en realidades pluralistas e interculturales. Y nuestros hogares, en donde hasta hace muy poco tiempo era raro ver a un extranjero viviendo permanentemente, hoy los compartimos con personas de diferentes partes del planeta. ¡Qué bien suena en el mundo en muchas comunidades cristianas el salmo 116: “Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos”! Recuerda, como te decía, la oportunidad que tienes y tienen todos los que contigo celebran la Eucaristía los domingos de vivir la experiencia de la catolicidad, que es una nota esencial de la Iglesia, que expresa su apertura esencial a todo lo que es obra del Espíritu en cada pueblo.

¡Qué conversación más profunda tuvimos! ¡Qué alegría sentimos en nuestro corazón cuando, juntos, experimentamos el vínculo profundo que existe entre todos los seres humanos! Vínculo que ha establecido el mismo Creador cuando a todos los hombres nos hizo a “su imagen y semejanza”. Recuerda aquello que nos decía el Concilio Vaticano II: “todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo género humano sobre la faz de la tierra y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extiende a todos”. Somos una sola familia humana. Sí, una familia de hermanos y hermanas, en la que todos nos vemos impulsados y con necesidad del diálogo, en la que todos estamos llamados, en lo más profundo de nuestro corazón, a una vida donde la convivencia y la fraternidad no sean una palabra más de las muchas que pronunciamos, sino que sea una realidad vivida serena y provechosamente en respeto a las legítimas diferencias.

Contigo quiero pensar en todos los emigrantes, cuya condición de extranjeros hace más difícil toda reivindicación social, a pesar de su real participación en el esfuerzo económico del país que lo recibe. Urge, por parte de todos, superar actitudes nacionalistas exacerbadas y crear, en su favor, legislaciones que favorezcan la integración, faciliten la promoción profesional, les permita un alojamiento decente donde pueda vivir toda la familia. Es cierto que es deber de todos los hombres trabajar con energía para instaurar la fraternidad universal, que es base indispensable de una justicia auténtica y condición esencial para la paz. Hagamos frente a toda manifestación de racismo, xenofobia y nacionalismo. Solamente un amor auténticamente evangélico será suficientemente fuerte para pasar de la tolerancia al respeto real de las diferencias. Y solamente la gracia redentora de Jesucristo puede hacernos vencer ese desafío diario de transformar el egoísmo en generosidad, el temor en apertura y el rechazo en solidaridad.

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