jueves, 15 de septiembre de 2011

El Papa explica el “Dios mío, porqué me has abandonado” de Jesús

(ZENIT.org)

La exclamación de Jesús durante la agonía, recogida por los evangelios, “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, no fue un grito de desesperación, sino el comienzo de uno de los salmos más profundos del salterio, que Él, como buen judío, conocía muy bien.

El Papa Benedicto XVI lo propuso hoy en su ciclo de catequesis sobre la oración, destacando que el salmo 22 constituye “una oración sincera y conmovedora, de una densidad humana y una riqueza teológica que lo convierten en uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio”.

En él se presenta la “figura de un inocente perseguido y rodeado de adversarios que quieren su muerte; él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza”.

Su grito inicial, que es el que los evangelios de Mateo y Marcos ponen en boca del moribundo Jesús, “es una llamada dirigida a Dios que parece lejano, que no responde y que parece haberlo abandonado”.

En él, “Dios parece muy distante, muy olvidadizo, muy ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda darle consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad se convierte en algo insoportable”.

A pesar de ello, “el Salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya roto totalmente y, mientras pide un por qué del presunto abandono incomprensible, afirma que 'su' Dios no puede abandonarlo”.

En el Gólgota

En boca de Jesús, este “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” expresa “toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida”.

“Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y renegado por los discípulos, rodeado por los que le insultan, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y el aniquilamiento. Por esto grita al Padre y su sufrimiento asume las palabras dolientes del Salmo”.

Pero, subrayó el Papa, “no es un grito desesperado, como no lo era el del Salmista, que en su súplica recorre un camino atormentado que llega finalmente a una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina”.

El autor del salmo “ve cómo se pone en tela de juicio su relación con el Señor, el énfasis cruel y sarcástico de los que lo están haciendo sufrir: el silencio de Dios, su aparente ausencia. Sin embargo, Dios está presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionable”.

En cierto momento, prosiguió el Papa, “el orante evoca su propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente importante del inicio de su vida. Y allí, no obstante la desolación del presente, el Salmista reconoce una cercanía y un amor divino tan radical, que ahora puede exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: 'desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios'”.

Las imágenes usadas en el salmo, describiendo a los agresores como bestias feroces, “sirven para decir que cuando el hombre es un ser brutal que agrede a su hermanos, algo animal lo posee, parece perder su apariencia humana; la violencia tiene algo de bestial y sólo la intervención salvadora de Dios puede restituir la humanidad al hombre”.

Ante ellos, el salmista pide socorro, en “un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una seguridad que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación”, dijo Benedicto XVI.

“Este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos invadir de la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación en la humillación y la plena manifestación de la vida en la muerte, en la cruz”.

“Así poniendo de nuevo toda nuestra confianza y esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia, le podremos rezar con fe también nosotros y nuestro grito de auxilio se transformará en cantos de alabanza”, concluyó el Papa.

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