sábado, 13 de octubre de 2012

INICIO DEL AÑO DE LA FE EN LA CATEDRAL DE ROSARIO

Queridos hermanos:

Después de varios meses de preparación espiritual, iniciamos en nuestra Arquidiócesis de Rosario el Año de la Fe, convocado por el Santo Padre Benedicto XVI; que él mismo ha inaugurado en este día, y que se extenderá hasta su conclusión en la solemnidad de Cristo Rey del año 2013.

También hoy, he querido unir a esta feliz celebración, las Ordenaciones sacerdotales de tres jóvenes diáconos de nuestra Arquidiócesis, que han recibido su formación en el Seminario arquidiocesano.

1. El Año de la fe se presenta, como una gracia y una ocasión para renovar nuestra conversión a Dios, a través de un encuentro personal con Jesucristo; de tal manera que profundizando el conocimiento de la Palabra de Dios, podamos valorar su riqueza y anunciarla a los demás; sobre todo para que llegue a quienes no conocen a Jesús, o están alejados de Él. Esta adhesión de nuestro corazón a Dios deber ir necesariamente acompañada por la caridad, y con el testimonio de quienes seguimos al Señor.

La Carta Apostólica “Porta Fidei”, que nos señala el camino de este Año de la Fe, nos hace más conscientes de que la sociedad de hoy necesita volver a Dios, ya que se minimiza su presencia en la vida y es profunda la crisis de fe que afecta a muchas personas. De hecho, la fe ya no es un presupuesto obvio de la vida común, e incluso con frecuencia es negado (cfr. Porta Fidei,2).

También la falta de vida moral del hombre de hoy nos inquieta profundamente; pero también esta carencia provienen de la falta de Dios; porque la moral es la respuesta del hombre a Dios que nos interpela en nuestras acciones a lo largo de la vida.

En este sentido, nos aflige la violencia y las muertes, las injusticias y la trata de personas; pero también los escándalos que salen a la luz, sobre todo cuando provienen de quienes son responsables de dar ejemplo o de guiar la fe de una comunidad cristiana. También nos asombran los abortos, que con frecuencia se realizan, porque cercenan en el seno materno una vida por nacer.

Por esta razón, siempre nos va a doler profundamente que se esgrima con satisfacción el número de abortos realizados; porque aún cuando se quieran justificar, siempre hay vidas de por medio que se podrían salvar.

Por ello muchos hombres y mujeres con argumentos de la razón y de la ciencia hicieron oír su voz repetidamente en la sociedad a favor de la vida; a los que se sumaron quienes provienen de nuestra fe cristiana o de otras confesiones religiosas; que no fueron oídos.

No obstante, si bien comprobamos que el mal existe, y hay situaciones dentro y fuera de la vida de la Iglesia que golpean y hacen daño; sin embargo la confianza y la presencia del Señor nunca nos va a faltar. Necesitamos “la conversión y la renovación”; para que “la fe que actúa por el amor” (Ga 5, 6) sea “el criterio de nuestro pensamiento y de nuestra acción” (ib.6).
Como nos dice el Papa: “No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, del Evangelio, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14” (ib., 3).

Este es precisamente el motivo del Sínodo, sobre “la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”, que se está realizando en Roma. Confiamos en “un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (ib.7). Necesitamos un compromiso misionero, que anuncie con entusiasmo que Dios nos ama, y es el Señor de nuestra vida.

Por ello comprendemos que el comienzo del Año de la fe también coincida con el recuerdo y la actualidad de dos grandes acontecimientos de la vida de la Iglesia: la conmemoración de los cincuenta años transcurridos desde la apertura del Concilio Vaticano II por voluntad del Beato Juan XXIII (1º de octubre de 1962) y los veinte años de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, que nos regaló el Beato Juan Pablo II (11 de octubre de 1992).

2. Que oportuno y providencial celebrar en este día la Ordenación sacerdotal de tres jóvenes diáconos de nuestra Arquidiócesis. Me pareció profundamente significativo y fructífero que estos nuevos sacerdotes ofrezcan en este día su vida a Dios y a la Iglesia, y sea para todos una causa de edificación recíproca. A la vez, esta fecha será para ellos, un motivo de estímulo para vivir el sacerdocio unidos a Jesucristo como un don de la fe.

Agradecemos ante todo a Dios por sus padres, que les dieron la vida, y por sus familias; por sus párrocos y sacerdotes que los acercaron a la fe y a la vocación; por sus formadores a lo largo de estos años. Que Él los recompense siempre con su bendición.

El Evangelio de San Juan, que acabamos de proclamar, es la oración sacerdotal de Jesús al Padre, a quien le agradece por sus discípulos, y le pide que los cuide; para que sean uno, como Él y el Padre son uno.

En esta súplica, Jesús le pide al Padre por la unidad; y en dos de ellas le pide que esta unidad sea para que el mundo crea, para que tengan fe, y reconozca que Jesús ha sido enviado por el Padre.

La unidad en nuestra vida sacerdotal no vine de afuera, ni del mundo (Jesús de Nazaret II, pag.117), sino que viene del Padre, a través del Hijo. Esta unidad sacerdotal solo es posible a partir de Dios y a través de Jesús; para que se vea en nosotros la presencia y la acción de Dios, y el mundo pueda creer. Por eso la unidad se debe hacer visible, como esta tarde al celebrar la Eucaristía, en el sacrificio de la Misa, para que por este gran ”Misterio de la fe” el mundo crea en la verdad (ibidem, pg.118).

Por esto, al iniciar el Año de la Fe, damos prueba y celebramos la unidad, que es testimonio de fe, ya que solo se funda en la fe en Dios; y de este modo también es misión; para que, quienes no conocen a Jesús, por la gracia se dispongan a recibirlo.

Queridos jóvenes, en la vida sacerdotal, que ustedes van a vivir, la fe se manifiesta en el amor a la celebración de la Misa y a la adoración a la Eucaristía, que nos invitan a entrar en el misterio de Dios, y manifiestan el amor del Señor por nosotros. Celebren cada día la misa devotamente, de tal manera que tanto ustedes como los demás cristianos puedan gozar de los frutos que brotan del sacrificio de la Cruz (cfr. Mysterium Fidei, 4).

También la Palabra de Dios tiene un lugar sobresaliente en la vida del sacerdote: la lectura personal, la meditación,… hasta la homilía son expresiones que reflejan que el sacerdote es creyente y es creíble, cuando anuncia esta fe, que nace del misterio de Dios. Recuerden que la liturgia es el lugar privilegiado para la proclamación, la escucha y la celebración de la Palabra de Dios (cfr. Verbum Domini, 72)

Igualmente en la vida sacerdotal debe sobresalir la caridad, el amor de Cristo, que hace visible la fe del sacerdote. Él debe estar cerca de los que sufren y atribulados, aliviar a los enfermos con las medicinas de Dios y ser misericordioso con los agobiados y afligidos. Siempre colaboren con caritas y ayuden a los necesitados.

Todo esto supone crecer en la propia fe y en la adhesión a Jesús, sobre todo por medio de los sacramentos que celebren y por la vida de oración. En especial la Liturgia de las Horas, debe ser una misión primordial del sacerdote, ya que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrarla, pidiendo por ustedes y por tantas necesidades por las que pueden pedir cada día.

Sabemos que la ordenación sacerdotal debe tomar toda nuestra vida, nuestra persona y nuestro corazón. Tenemos conocimiento que cuando el tiempo de nuestra vida no es de Dios y para las cosas de Dios, cuando nuestra entrega sacerdotal es intermitente, y tiene permanentes vacíos, también nuestra vocación puede empezar a debilitarse o es prueba que ya se ha debilitado. Estamos llamados a ser hombres apasionados de Cristo, porque llevamos en nuestro corazón la fe y su amor.

Y finalmente, ahora que van a ser sacerdotes; los invito a renovar su devoción a la Madre de Dios, a la Madre y Reina Sma. del Rosario, cuya fiesta celebramos con tanto fervor en estos días. A Ella le suplicamos: “Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”…y “muéstranos a Jesús”. Así sea.


+José Luis Mollaghan, Arzobispo de Rosario

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