CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 17 octubre 2012 (ZENIT.org)
La audiencia general de esta mañana tuvo lugar a las 10,30 en la plaza
de San Pedro, donde Benedicto XVI se encontró con grupos de peregrinos y
fieles de Italia y de otros países. En su discurso, el papa inició un
nuevo ciclo de catequesis dedicado al Año de la Fe, "para retomar y
profundizar las verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre,
sobre la Iglesia, sobre toda la realidad social y cósmica, meditando y
reflexionando sobre las afirmaciones del Credo".
*****
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se lleva a
cabo durante todo el Año de la Fe que acaba de empezar y que interrumpe
--por este período--, el ciclo dedicado a la escuela de oración. Con la
Carta apostólica Porta Fidei elegí este Año especial,
justamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en
Jesucristo, único Salvador del mundo, reavive la alegría de caminar por
la vía que nos ha mostrado, y testifique en modo concreto la fuerza
transformante de la fe.
El aniversario de los cincuenta años de la apertura del Concilio
Vaticano II es una gran oportunidad para volver a Dios, para profundizar
y vivir con mayor valentía la propia fe, para fortalecer la pertenencia
a la Iglesia, "maestra en humanidad", y que, a través de la
proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las
obras de caridad nos lleve a encontrar y conocer a Cristo, verdadero
Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un
proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma
profundamente, revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de
Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas,
dirigiéndolas, de día en día, hacia una mayor solidaridad y fraternidad,
en la lógica del amor.
Tener fe en el Señor no es algo que interesa solamente a nuestra
inteligencia, al área del conocimiento intelectual, sino que es un
cambio que implica toda la vida, a nosotros mismos: sentimiento,
corazón, intelecto, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones
humanas. Con la fe realmente cambia todo en nosotros y por nosotros, y
se revela claramente nuestro destino futuro, la verdad de nuestra
vocación en la historia, el significado de la vida, la alegría de ser
peregrinos hacia la Patria celeste.
Pero --nos preguntamos--, ¿la fe es verdaderamente una fuerza
transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los
elementos que forman parte de la existencia, sin ser aquello
determinante que la implica por completo?
Con la catequesis de este Año de la Fe nos gustaría realizar un
camino para fortalecer o reencontrar la alegría de la fe, entendiendo
que ella no es algo ajeno, desconectada de la vida real, sino que es el
alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre
encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y
reabrirnos las puertas del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en
el amor está la plenitud del hombre. Es necesario repetirlo con
claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy muestran a
menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de
"conquistas de la civilización": la fe afirma que no existe una
verdadera humanidad si no es en los lugares, en los gestos, dentro del
plazo y en la forma en la que el hombre está animado por el amor que
viene de Dios; que se expresa como un don, se manifiesta en relaciones
llenas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado
frente a los demás. Donde hay dominación, posesión, explotación,
mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde está la
arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre termina empobrecido,
desfigurado, degradado. La fe cristiana, activa en el amor y fuerte en
la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida, más áun, la vuelve
plenamente humana.
La fe es acoger este mensaje transformante en nuestra vida, es acoger
la revelación de Dios, que nos hace saber quién es Él, cómo actúa,
cuáles son sus planes para nosotros. Es cierto que el misterio de Dios
permanece siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de
nuestros rituales y oraciones. Sin embargo, con la revelación Dios mismo
se autocomunica, se relata, se vuelve accesible. Y nosotros somos
capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí la
maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros --a través de la
obra del Espíritu Santo--, las condiciones adecuadas para que podamos
reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de
ponerse en contacto con nosotros, de estar presente en nuestra historia,
nos permite escucharlo y acogerlo. San Pablo lo expresa así con alegría
y gratitud: "No cesamos de dar gracias a Dios porque, al recibir la
palabra de Dios que les predicamos, la acogieron, no como palabra de
hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece
activa en ustedes, los creyentes " (1 Ts. 2,13).
Dios se ha revelado con palabras y hechos a través de una larga
historia de amistad con el hombre, que culmina en la Encarnación del
Hijo de Dios y en su misterio de la Muerte y Resurrección. Dios no solo
se ha revelado en la historia de un pueblo, no solo habló por medio de
los profetas, sino que ha cruzado su Cielo para entrar en la tierra de
los hombres como un hombre, para que pudiéramos encontrarle y
escucharle. Y desde Jerusalén, el anuncio del Evangelio de la salvación
se ha extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del
costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una sólida y nueva
esperanza: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del
mundo, que está sentado a la diestra del Padre y es el juez de vivos y
muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de
la fe. Pero desde el principio, surgió el problema de la "regla de la
fe", es decir, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del
Evangelio en la cual permanecer con solidez, a la verdad salvífica sobre
Dios y sobre el hombre, para preservarla y transmitirla. San Pablo
escribe: "Serán salvados, si lo guardan [el evangelio] tal como se lo
prediqué... Si no, ¡habrán creído en vano!" (1 Cor. 15,2).
Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde
encontramos la verdad que se nos ha transmitido fielmente y que es la
luz para nuestra vida diaria? La respuesta es simple: en el Credo, en la
Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos remitimos al hecho
original de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret; se hace
concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de
Corinto: "Porque yo les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez
recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que
fue sepultado, y que resucitó al tercer día." (1 Cor. 15,3).
Incluso hoy tenemos necesidad de que el Credo sea mejor conocido,
entendido y orado. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por así
decirlo, "reconocido". Conocer, en realidad, podría ser una operación
tan solo intelectual, mientras "reconocer" significa la necesidad de
descubrir la profunda conexión entre la verdad que profesamos en el
Credo y nuestra vida cotidiana, para que estas verdades sean real y
efectivamente --como siempre fueron--, luz para los pasos en nuestro
vivir, y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En
el Credo se engrana la vida moral del cristiano, que en él encuentra su
fundamento y su justificación.
No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo
de la Iglesia Católica, norma segura para la enseñanza de la fe y
fuente fiable para una catequesis renovada, fuese configurado sobre el
Credo. Se ha tratado de confirmar y proteger este núcleo central de las
verdades de la fe, convirtiéndolo a un lenguaje más inteligible a los
hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia
transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades
cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los
cristianos sean capaces de dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe. 3,14).
Hoy vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en
comparación con el pasado reciente y en constante movimiento. Los
procesos de la secularización y de una extendida mentalidad nihilista,
en lo que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad
general. Por lo tanto, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin
ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de relaciones sociales y
familiares líquidas, provisionales. Sobretodo las nuevas generaciones no
están siendo educadas en la búsqueda de la verdad y del sentido
profundo de la existencia que supere lo contingente, en pos de una
estabilidad de los afectos, de la confianza. Por el contrario, el
relativismo lleva a no tener puntos fijos; la sospecha y la volubilidad
provocan rupturas en las relaciones humanas, a la vez que se vive con
experimentos que duran poco, sin asumir una responsabilidad.
Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de
muchos contemporáneos, no podemos decir que los creyentes sigan siendo
totalmente inmunes a estos peligros con los que nos enfrentamos en la
transmisión de la fe. La consulta promovida en todos los continentes,
para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva
Evangelización, ha puesto de relieve algunos: una fe vivida de un modo
pasivo y privado, la negación de la educación en la fe, la diferencia
entre vida y fe.
El cristiano a menudo ni siquiera conoce el núcleo central de su
propia fe católica, el Credo, dejando así espacio a un cierto
sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades a
creer y la unicidad salvífica del cristianismo. No está muy lejos hoy el
riesgo de construir, por así decirlo, una religión "hágalo usted
mismo". Por el contrario, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo,
debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar en modo más
profundo en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.
En las catequesis de este Año de la Fe quisiera ofrecer una ayuda
para hacer este viaje, para retomar y profundizar las verdades centrales
de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la
realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las
afirmaciones del Credo. Y quisiera dejar en evidencia que estos
contenidos o verdades de la fe (fides quae) se conectan directamente a nuestras vidas; exigen una conversión de vida, dando paso a una nueva manera de creer en Dios (fides qua).
Conocer a Dios, encontrarle, explorar los rasgos de su rostro ponen en
juego nuestra vida, porque Él entra en la dinámica profunda del ser
humano.
Que el camino que realizaremos este año nos haga crecer a todos en la
fe y en el amor a Cristo, para que podamos aprender a vivir, en las
decisiones y acciones diarias, la vida buena y hermosa del Evangelio.
Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
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