Por Antonio Díaz Tortajada (Sacerdote-periodista)
Querido Cofrade:
En su origen la “noche de brujas” tenía poco que ver con la divertida mascarada que se organiza en nuestros días, incluso entre nosotros.
Probablemente estaba relacionada con una creencia de tipo estacional: a finales de octubre, una vez recogida la cosecha, el otoño daba la impresión de que la muerte se apoderaba de la tierra. La vida y la alegría que había traído la primavera daba paso a unos meses oscuros en los que no sólo la naturaleza parecía fenecer, sino que, por el rigor de los fríos invernales, también muchos seres queridos exhalaban su último aliento. Es como si la muerte tomara posesión del planeta y, al hacer sentir su poderosa influencia, los hechiceros pudieran convocar a seres de ultratumba atemorizando a los pobres campesinos. Las máscaras, en la historia de las religiones, frecuentemente representan lo demoníaco, lo monstruoso, las fuerzas que el hombre no puede controlar y que son capaces de determinar su existencia.
El cristianismo cambia completamente la perspectiva. Incluso es muy posible que el vocablo “halloween” derive de la expresión “all hallow’s eve”, es decir, la víspera de Todos los Santos.
Antes del anuncio del Evangelio, los pueblos vivían atemorizados ante la perspectiva de la muerte y la posibilidad de la magia. De la primera trataban de huir conjurando la segunda a su favor. Pero, a la luz del mensaje de la Iglesia, los hombres descubrieron que la muerte no es tan terrible como parece. Su poder es limitado sobre aquellos que han recibido el bautismo, pues por él fueron incorporados a la Vida de Cristo y, por lo tanto, asociados a su resurrección.
La muerte, el caos, el mal y el terror no tienen la última palabra de la historia, sino que la tiene Dios y es una palabra de vida. Además, si Él es poderoso como para crear el mundo de la nada e iniciar en la Pascua de su Hijo la plenitud de los tiempos, entonces se deduce que no hay potencia demoníaca más fuerte que Dios. Si vivimos con Cristo, libramos una batalla vencida de antemano. Por eso, el disfraz que antaño traía a la mente algo espantoso, es ahora elemento de risa.
El cristiano puede burlarse de los monstruos pues, por fieros que parezcan, carecen de cualquier atisbo de poder al lado de Dios. Por eso, la fiesta de “halloween” carece de sentido sin el cristianismo: porque sólo el esplendor de la Resurrección es capaz de liberar a los que “por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos”.
Ahora bien, es verdad que la celebración de “halloween” presenta dos dificultades para los creyentes.
La primera es que se desarrolla, como todas las fiestas postmodernas, no como algo que nos ayuda a profundizar en el misterio de la vida, sino como una distracción que nos evade y nos aliena de la realidad, incorporando, si es preciso, los medios habituales del alcohol, la droga o la lujuria.
Y la segunda, que nos puede hacer olvidar lo que realmente celebramos ese día: La solemnidad de Todos los Santos. En ella recordamos que la santidad no es una meta imposible, reservada a unos pocos escogidos, sino una gracia al alcance de todos. Es una multitud inmensa la que, por su fidelidad al Evangelio, ha sido merecedora del premio eterno. En la fiesta del primer día de noviembre nos asociamos a la alegría infinita de todos los hermanos en la fe, muchos de ellos parientes o amigos nuestros que, una vez purgados sus pecados, participan ya de la gloria celeste e interceden por nosotros ante Dios.
Los cristianos, que de una manera u otra, militamos en una cofradía no debemos quedarnos sin Jesucristo y sin su Iglesia, y por lo tanto en lo puramente estético y costumbrista. Irnos a escenificar algo ajeno a nuestra vivencia de cofrade es vaciar nuestras cofradías de hondura y verdad.
En este final de octubre, coincidiendo con estas fiestas de Todos los Santos y Fieles Difuntos, los cofrades tenemos una hermosa tarea injertar nuestra vida en la vida eclesial que es fuente de santidad.
Abusando del idioma inglés, te invitaría como cofrade y padre católico, a que antes que jugar con vuestros hijos o alumnos al “halloween”, le insistieras en la importancia del “Holy wins”; es decir, de que la santidad vence a la muerte y nos asocia a la victoria de Cristo. No pasa nada por recortar sonrisas sobre calabazas, ciertamente, pero tampoco sirve para mucho, sólo para entretenernos como un juego. En cambio, festejar a los Santos significa valorar el triunfo de Cristo en sus vidas, nos asegura su protección y nos anima a seguir sus huellas, es decir, a caminar unidos al Señor que nos adentra en la fiesta verdadera, la de participar en la alegría de su Reino, al que todos estamos invitados.
Cordialmente,
ADT
Estamos en el umbral de las fiestas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos.
En estos días primeros de noviembre se dan cita dos celebraciones que parecen de signo contrario.
Por un lado, la de Todos los Santos, de naturaleza católica y honda raigambre en nuestros pueblos.
Y por otro, la de “halloween”, de origen pagano, exportada desde Estados Unidos por obra y gracia de la globalización, que va creciendo paulatinamente. El hecho de que se celebren juntas nos puede ayudar, por vía de contraste, a entender mejor un tema decisivo como es la muerte.
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