¡Queridos hermanos y hermanas!
Cada año, celebrando la Pascua, nosotros revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús , la experiencia del encuentro con El resucitado: el Evangelio de Juan narra que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, al atardecer de ese mismo día de la resurrección, «el primero de la semana», y luego «ocho días después» (cfr Jn 20,19.26). Aquel día, llamado luego «domingo», es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su culto propio, o sea la Eucaristía, culto nuevo y diverso desde el inicio de aquel del sábado judío. En efecto, la celebración del Día del Señor es una prueba muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque solo un acontecimiento extraordinario e impresionante podía inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto distinto con respecto al sábado hebreo.
Hoy como en ese entonces, el culto cristiano no es solo una conmemoración de eventos pasados, y tampoco una particular experiencia mística, interior, sino esencialmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, mas allá del tiempo y del espacio, y que sin embargo se hace realmente presente en medio a la comunidad, nos habla en las Sagradas Escrituras y parte para nosotros el Pan de vida eterna. A través de estos signos nosotros vivimos aquello que experimentaron los discípulos, o sea el hecho de ver a Jesús y al mismo tiempo de no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo verdadero, si bien libre de lazos terrenales. Es muy importante aquello que refiere el Evangelio, que, en las dos apariciones a los Apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). El saludo tradicional, con el que se nos da el shalom, la paz, se convierte aquí en una cosa nueva: se convierte en el don de aquella paz que solo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo ha llevado a morir sobre la cruz, a derramar toda su sangre, como Cordero manso y humilde, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). He aquí el por qué el beato Juan Pablo II ha querido titular este Domingo después de la Pascua de la Divina Misericordia, con un ícono bien preciso: aquel del costado traspasado de Cristo, del que brotan sangre y agua, según el testimonio ocular del apóstol Juan (cfr Jn 19,34-37). Pero Jesús ha resucitado, y de El vivo brotan los Sacramentos pascuales del Bautismo y de la Eucaristía: quien los recibe con fe, recibe el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, recibamos el don de la paz que nos ofrece Jesús resucitado ¡dejémonos colmar el corazón de su misericordia! De esta manera, con la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu que ha resucitado a Cristo de los muertos, también nosotros podremos llevar a los otros estos dones pascuales. Lo obtenga para nosotros María Santísima, Madre de Misericordia.
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